24 de marzo de 2013

Arrepentidos de no haber estudiado latín


EN aquellos tiempos en que los políticos (entonces socialistas) desalojaban al latín de la enseñanza media, Antonio Muñoz Molina confesó en un artículo estar arrepentido de no haber aprendido el suficiente latín para poder sumergirse en los versos de Virgilio, la prosa de Tácito o los poemas amorosos de Catulo.

El artículo, elegante y culto (si omitimos el paréntesis final, pues amén no es palabra latina, sino hebrea), comienza valorando poéticamente (y por ello con mayor fuerza que de otro modo) las virtudes lingüísticas y culturales del latín. Luego, una transición autobiográfica a la adolescencia, típica del autor, le lleva a recordar al profesor ciego y atrabiliario que amargaba la vida de los escolares como él con las clases de latín. 

El deseo de un retorno del latín a la enseñanza media, por último, le inspira a Muñoz Molina profetizar en el artículo —puro wishful thinking— la llegada de un ministro de educación que concedería al latín el valor que se merece. Ha transcurrido el tiempo, y veinte años después, más o menos, el ministro profetizado sólo puede ser José Ignacio Wert. Sin embargo, el reconocimiento anhelado no se ha producido por obra y gracia del citado ministro, quien en el lance se inhibe y pone en manos de otros el latín que el escritor admira, arrepentido de no haberlo estudiado en su momento. En este detalle de suma importancia la predicción, desgraciadamente, ha fallado.


Si entonces los políticos socialistas a Muñoz Molina le parecían ignorantes, por su menosprecio del latín, ¿qué le pueden parecer los neoliberales y tecnócratas que actualmente están en el poder y tienen el propósito de reducir a la mínima expresión todas las disciplinas humanísticas en la enseñanza secundaria?

He aquí, en fin, el texto del que estamos hablando: 
  
PALABRAS EN LATÍN
En el bachillerato español el estudio del latín desaparece como asignatura obligatoria. En el bachillerato francés, mientras tanto, se le agrega un curso más, porque después de años de abandono y de desprecio se va comprendiendo que el latín es no sólo la médula de nuestros idiomas, sino un alimento poderoso y vigorizador para la inteligencia, un tesoro deslumbrante de plasticidad y precisión. "El trigo es sagrado, el latín es sagrado", dice Ezra Pound. Las palabras latinas nos parece que nombran más las cosas, que contienen nuestras palabras españolas y las de todos los idiomas que nos son próximos, y cuando gracias a lo que estudiamos hace muchos años encontramos en una palabra habitual la evidencia de su etimología latina es como si encontráramos el fragmento de un tesoro, una palabra igual de brillante y nítida que un guijarro pulido por el agua. El latín siempre tiene algo de salmodia y conjuro para quienes aún nos acordamos de las últimas misas en latín, cuando nuestra madre nos llevaba de la mano a la iglesia y el sacerdote oficiaba de cara al altar, dándoles la espalda a los fieles, como dedicándose a una tarea misteriosa y privada de la que a nosotros solo nos llegaban sus palabras, doradas y herméticas como los ornamentos y los gestos. 

Decía Borges que los católicos creen en la vida de ultratumba, pero que no se interesan por ella, y que a él le ocurría exactamente lo contrario. Los católicos, a diferencia de los incrédulos ilustrados, no parece que se hayan interesado mucho por las manifestaciones visuales de su religión, y del mismo modo que ahora uno lamenta que la música que se escucha en las iglesias esté por lo común más cerca de José Luis Perales que de J. S. Bach, también echa de menos la sombría majestad del latín, y comprende a aquel católico converso, reaccionario y beodo que fue el gran Evelyn Waugh, quien lamentó hasta el final de su vida el abandono del latín en las ceremonias religiosas. (Pero es que el trato entre la Iglesia católica y la modernidad, cuando no es conflictivo, resulta desastroso: para salir de la Capilla Sixtina hay que atravesar, como una perversa penitencia, las salas de una cosa llamada Museo Vaticano de Arte Moderno, que es una apoteosis de la vanguardia eclesiástica de los años sesenta, un shock comparable al de ver una escultura de Botero después de haber visto un Miguel Ángel o escuchar el Capricho ruso de Luis Cobos a continuación de la Pavana de Fauré). 

La sintaxis latina tiene la plasticidad ascética de una columna o de un busto romano, y cuando uno lee en voz alta una inscripción en una estela funeraria le parece que esas palabras resuenan muy lejos y muy hondo, que lo aluden aunque no las comprenda, que contienen un máximo de nobleza y de severidad moral igual que el retrato en bronce o en mármol de un senador desconocido contiene una plenitud de identidad humana que sobrevive intacta al olvido y al paso de los siglos. En los corredores con estatuas del Vaticano, en el Museo Romano de Mérida o en el Metropolitan de Nueva York una cabeza romana es tan imperiosa como una palabra o una inscripción latina, irradia una sugestión personal de verdad más ineludible que la de un rostro de Velázquez o una fotografía de Cartier-Bresson. Lee uno a Montaigne, que usa tantas citas latinas, y por culpa de su ignorancia tiene que acudir siempre a las notas a pie de página, y comprueba siempre que lo que en latín es un verso o una sola línea en la traducción es un párrafo premioso, un circunloquio lento que no alcanza nunca la síntesis musculada y desnuda de las palabras originales. 

De quien sabía mucho se decía hace tiempo que sabía latín. En una de las obras más grandes de Valle-Inclán, Divinas palabras, basta una frase declamada en latín para que el mundo casi se detenga, para que una muchedumbre vengativa y cruel quede sometida a la inmovilidad. En los siniestros colegios de curas de mi adolescencia el latín era una cosa penitenciaria y clerical que todos odiábamos, una aridez y una monotonía de declinaciones que rondaba siempre con el castigo y nunca con la alegría de descubrir y aprender. A los trece años, en un aula grande y sombría en la que siempre era invierno, nos daba clase de latín un hombre ciego y colérico que pasaba lista recorriendo con sus dedos blandos unas hojas amarillas en braille y que tenía sobornados en secreto a unos cuantos alumnos para que espiaran a los otros y le contaran luego lo que él no podía ver. Había medido en pasos exactos las dimensiones del aula, la anchura de la tarima, la longitud de las filas de pupitres y la distancia entre ellas, y cuando algún interno malvado quería vengarse de una mala calificación lo único que hacía era cambiar de sitio unos centímetros su banca: entonces el profesor, al pasearse entre ellas leyendo nuestros nombres en braille, chocaba con un obstáculo imprevisto, y el duro canto de madera se le clavaba justamente en las ingles. Se quedaba callado, apretando los labios, no decía nada, pero se le dilataban las aletas de la nariz, y los ejercicios de gramática latina se volvían más incomprensibles y crueles. 

Con el paso del tiempo, de lo que uno se arrepiente sobre todo es de las cosas que no hizo cuando tuvo ocasión. Yo me arrepiento ahora de no haber aprendido latín, de no poder sumergirme como en un continente de maravillas y prodigios en los hexámetros de la Eneida, en los epigramas amorosos de Catulo, en la prosa de Tácito. En los institutos españoles, y gracias a la enérgica vocación de ignorancia de los gobernantes socialistas, el latín se va convirtiendo en un saber casi clandestino, en una de esas aficiones vergonzantes que desacreditan a los ya fracasados. Que ahora vuelvan a vindicarlo en el bachillerato francés nos deja, sin embargo, una posibilidad de esperanza. Los cerebros pedagógicos españoles copian siempre las modas francesas o norteamericanas, sólo que con dos décadas de retraso. Dentro de veinte años, aunque ahora parezca inconcebible, un ministro de educación español descubrirá las virtudes del latín. Amén. (Que en latín quiere decir: así sea).   
                                         
                              Antonio MUÑOZ MOLINA, El País, 11-01-1995
                                                                                     

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