EN el campo de la tecnología informática, Steve Jobs (1955-2011) es comparable a Einstein en el campo de la física (¿alguien creyó de verdad que los neutrinos podían sobrepasar la velocidad de la luz, invalidando la teoría de la relatividad?), comparable a Picasso en la pintura, a Hitchcock en el cine..., genios todos ellos que «pensaron diferente», como proclamaba la campaña publicitaria de Apple Computer de 1997, y que hoy ocupan un puesto de honor en la historia de la cultura universal del siglo XX.
Como empresario, Jobs convirtió a Apple en la empresa más valiosa del mundo en septiembre de 2011, unas semanas antes de fallecer.
Poco después de la triste y luctuosa muerte de Steve Jobs se publicó una extraordinaria biografía a cargo de Walter Isaacson, escrita con esa agilidad típica de la divulgación anglosajona. Sus 700 páginas se leen como nada. Están llenas de diálogos dentro de los párrafos y escenas que transportan al lector hasta la misma sede de Apple en Cupertino, donde, como si estuviera allí mismo, puede imaginarse perfectamente a Jobs gritando a alguno de sus empleados: «¡Esto es una mierda! Lo puedes hacer mejor». Es una biografía ecuánime. No pasa por alto los defectos del personaje, bastante horribles, en medio de su gran capacidad creativa y la pasión por sus productos.
La biografía de Isaacson recoge en varios pasajes la idea que el cofundador de Apple poseía de la tecnología y las humanidades. Por resumirla en una sola frase, diríamos que, para el hombre más creativo del planeta entre los siglos XX y XXI, la tecnología sin las humanidades carecía de sentido («La tecnología por sí sola no es suficiente...; la combinación de la tecnología con las humanidades es lo que ofrece resultados que llenan nuestro espíritu de regocijo...; existe una profunda corriente de humanidad en nuestra innovación», declaró en diversas ocasiones).
El primer contacto que tuvo el joven Jobs con las humanidades en el Reed College no fue la lectura de la Ilíada o el estudio de las guerras del Peloponeso que mandaban —y a él le repelían— a los muchos hippies matriculados en aquella universidad, sino unas clases no obligatorias de caligrafía a las que asistió. La caligrafía es el antecedente y el fundamento de la tipografía y ambas son formas indudables de belleza. Ese primer contacto con la estética afloró en Jobs diez años más tarde, cuando el Macintosh incorporó un conjunto de tipos diseñados por Susan Kare y que a algunos aún nos gusta utilizar. Ambos detalles aparecen reflejados en el reciente filme jOBS (Joshua Michael Stern, 2013).
Las varias revoluciones digitales que propició Steve Jobs nacieron de una concepción humanista de la tecnología. En las presentaciones de sus más aclamados productos Jobs solía poner una última diapositiva con las señales entrecruzadas de las calles de la tecnología y de las humanidades (liberal arts). En esta intersección residía él, solía decir. Y recordaba que los primeros ingenieros de Apple habían sido también músicos o poetas.
La lección de Jobs y Apple está bastante clara: integrar. No separar, como hacen Europa (Bolonia) y España, apartando y rechazando de la tecnología la música, la poesía y el arte.
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