25 de agosto de 2013

'Hay luz en casa de Publio Fama'

ATÍPICA novela histórica ambientada en Barcino (Barcelona), colonia romana de la Hispania Tarraconense. Su autor, Juan Miñana (Barcelona, 1959).

Atípica porque no tiene un detective sagaz, ni un emperador depravado, ni un general heroico, ni un gladiador invencible. No es una novela de acción y sus peripecias son escasas. No muchos personajes la pueblan: provincianos, ficticios, secundarios. Una especie de intrahistoria de Barcino focalizada en una sola familia patricia que tardará tiempo en darse cuenta de que ha sido objeto de boicots. El otro tema central de la novela es el rechazo de la sociedad faventina a un soldado veterano de la Flota recién llegado a la colonia.


Entre los personajes, Cneo Publio Fama (así, con dos praenomina, pues los nombres en la novela no siguen ningún criterio cabal) es un «subrostrano» (los rostra 'rostros' eran la tribuna desde la que se pronunciaban en el foro romano discursos ante el pueblo), esto es, lo que en el futuro será la profesión de periodista, que vive de informar y entretener a sus convecinos y de la espórtula (limosna en forma de alimentos o dinero) de la familia principal. Paula Silvia Faventina es la joven patricia apicultora que mantiene una relación de amistad con Fama desde la infancia. Y Servio Curcio Vera, el soldado antipático, jugador de dados, que contra viento y marea se hace ostricultor.


Podemos añadir, sólo por el maltrato que recibe del autor, a un tal Algestes de Alejandría, profesor y filósofo estoico, con trazas más bien de cínico (en el sentido filosófico). «Hediondo preceptor griego de uñas negras» (p. 178), es una de las numerosas perlas que el autor le dedica. Eso, a pesar de que no de otro Fama y Silvia aprendieron el griego que hablan en determinado momento de la novela para distinguirse de los demás personajes.    

Los hechos narrados transcurren a lo largo de un año, de verano a verano, setenta años después de la (segunda) fundación de Barcino por el emperador Augusto; y puesto que Silvia se cartea con el naturalista Plinio, a cuento de la común afición a las abejas, deducimos que estamos en época de Vespasiano.  


La novela es muy descriptiva, mucho más que narrativa. Paisajes, olores, comidas, con numerosas escenas de así vivían los romanos, reales y posibles. Termas, comicios, juegos, fiestas, cenas, matrimonio, viviendas... No cae en didactismos innecesarios.

Estamos inmersos en el mundo romano cuando leemos 'domo', 'gladio', 'áger', 'vico', 'tonsor', etc., con buen criterio (salvo la única vez que se emplea un latinismo, que se hace erróneamente: de motu proprio, p. 298). Mas nos alejamos de Roma cuando el novelista escribe 'almadía', 'batea', 'dársena', 'club', 'almirez', 'arrope', 'ponche'..., haciendo uso de importaciones léxicas, quizá legítimas y precisas, pero anacrónicas. Si es por esto, la acción podría ubicarse en cualquier otro momento histórico.

El tono de la novela es lánguido y moroso. Posee la misma languidez que muchos cuadros de Alma-Tadema, uno de los cuales adorna la cubierta del libro recogiendo el espíritu de esta estimable y personal novela.
<< Miró la doble llama de la lucerna iluminando el basto papel marrón lleno de lamparones, reutilizado para escribir después de haber servido para envolver salazón, y la tinta petrificada en su tintero, oscura y gomosa, como un concentrado incomprensible de pensamientos, y los pequeños juncos nudosos de las cánulas de escritura. Con un solo impulso, podía levantarse y hacer honor a la confianza y generosidad de su antigua amiga, o podía rodar a un lado hasta tenderse completamente sobre el jergón de paja.
Ni siquiera llegó a tomar una decisión. La luz de la lucerna quedó encendida sobre los propósitos aplazados y los papeles por escribir. Una noche más. El único ingenio desvelado ardía en el espíritu perfumado del aceite. Y el centinela anónimo de la colonia, la atenta mirada pública, el criterio vigilante, el defensor de la verdad y de las hermosas palabras que forman racimos de la fruta más convincente, el mejor y único subrostrano de Barcino, ya babeaba incongruencias con la mejilla hundida en la blanda paz de los sueños>> (p. 19).
Lawrence Alma-Tadema, A Question (Sotheby's)
Juan Miñana, Hay luz en casa de Publio Fama, Barcelona: RBA, 2009.

1 de agosto de 2013

Vuelve a escena 'Julio César'

EL teatro romano de Mérida (en otro tiempo Emerita Augusta) ha acogido una nueva representación del Julio César de Shakespeare, dirigida por el escenógrafo Paco Azorín e interpretada por Mario Gas (Julio César), Sergio Peris-Mencheta (Marco Antonio) y Tristán Ulloa (Bruto), dentro del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, edición de 2013.

Muere entonces César... (Foto: Jero Morales)
Se trata de una adaptación a los tiempos actuales. Los personajes no visten togas, sino uniformes militares gris marengo de estética inequívocamente fascista. Vemos en el escenario sillas de madera en lugar de asientos curules, y una pantalla gigante al fondo en la que escrutar los rostros de los actores en primeros planos. De esta novedosa guisa, con la pérdida de la iconografía clásica, vuelve por enésima vez a escena la inmortal tragedia shakespeariana.

Nosotros, sin embargo, echamos de menos las togas pretextas, los cívicos calcei romanos e incluso el flequillo en la frente de los actores para estar seguros, como decía Barthes del Julio César de Mankiewicz, de estar realmente en la antigua Roma, a la que tan sabiamente nos transportó el genio de Shakespeare. 

Pero, en fin, bienvenido sea también este interesante montaje. 

Julio César contiene dos piezas maestras de la oratoria de todos los tiempos: los discursos de Bruto y de Marco Antonio, que nuestra memoria cinematográfica, que podemos refrescar en cualquier momento, a diferencia del teatro, nos trae en las actuaciones memorables de dos grandes actores míticos, James Mason y Marlon Brando, en el mencionado Julio César de Joseph L. Mankiewicz, de 1953. 

Pero, ¿nos sirve la elocuencia shakespeariana (moldeada según los cánones estéticos de la poesía inglesa del Renacimiento) para hacernos una idea de cómo fue la oratoria romana antigua, la que practicaron los verdaderos Bruto, Antonio y Cicerón? 

Pensamos que sí. 

El discurso de Bruto creado por Shakespeare es deliberativo: breve, lacónico, sincero, creíble y convincente, presidido por el logos. El de Antonio, laudatorio y mucho más variado en recursos retóricos: despliega ironía, histrionismo, demagogia, pathos, hasta conseguir arrastrar a la muchedumbre, que acaba invadida por la emoción.

En el original inglés, el discurso de Bruto está escrito en prosa; el de Antonio, en verso suelto no rimado. Es importante la traducción española, que ha de ser elocuente, y la de Ángel-Luis Pujante lo es para esta representación de Paco Azorín; aunque nosotros preferimos, a pesar de sus defectos, la que realizara Luis Astrana Marín allá por 1921, por su estilo ampuloso y su fuerza retórica («...igual que he muerto a mi mejor amigo por la salvación de Roma, tengo el mismo puñal para mí propio cuando plazca a mi patria necesitar mi muerte»), pensando, ilusoriamente, que Shakespeare escribía así.

En Mérida, las últimas noches del mes de julio, los espectadores han aplaudido esta moderna adaptación de Julio César, que vuelve de nuevo a la escena entre nosotros.   

Me dejaría conmover si fuese como vosotros...
W. Shakespeare, Julio César, trad. y ed. Ángel-Luis Pujante, Madrid: Espasa, Austral, 1990.